La monja encargada del culto se llamaba Sor Lourdes y era muy estricta en su labor -tengo que decir que me cogió verdadero cariño-. Antes de comentar la reivindicación mencionada, describiré a mi manera como era todo aquel complejo.
El hospital era antiguo pero muy grande -ya que prestaba servicio a toda una comarca de pueblos- y contaba con buenos especialistas y algunos cirujanos y sus correspondientes quirófanos. Las salas para los enfermos eran muy grandes, como las que se ven en las películas o documentales de la posguerra “incivil”. Tenían también un laboratorio con sus ratones blancos, que a mí me hacían mucha gracia.
La monja que estaba a cargo del mismo -que imagino sería química- se llamaba Sor Ángeles y era bellísima, y tan dulce conmigo que me dejaba entrar en su laboratorio y me enseñaba los animalitos, tan blanquitos ellos. Después conocí la cocina que estaba a cargo de Sor Mº Reyes. Esta monja era más mayor y estaba un poquito encorvada hacia delante, pero no tenía mal genio y allí, en su cocina llegué a desayunar menos de un mes ya que el desayuno que ponía Sor Mº Reyes era un mendrugo de pan duro que calentaba en el horno y un café con leche servido en un tazón desportillado con las correspondientes pastillitas… Y el café era vomitivo. Entonces ¿Qué hice?: cuando terminaba la misa y dejaba todo recogido en la Sacristía salía por aquel patio de soportales en cuyo centro había no sé cuantos naranjos que de verdad eran una auténtica maravilla y que daba a la puerta principal que coincidía con el arranque de la torre, una auténtica joya de la arquitectura de estilo barroco.
Eso de no ir a desayunar a la cocina duró unos pocos días ya que Sor Mª Reyes lo comentó en la comunidad sobre todo a Sor Lourdes y en cuanto ésta tuvo conocimiento, al día siguiente, cuando había terminado el servicio y me disponía a coger unos de los pórticos para salir a la ya descrito puerta, me llamó: “¡Nicolás! ¡Nicolás! ¿Ven aquí!” y yo, por supuesto, me volví de inmediato y llegué hasta ella. Una vez allí me preguntó que por qué no iba a desayunar y le conteste tirándome lo que se llaman los jugadores de mus: un “farol”. Le dije que lo que me ponía Sor Mª Reyes lo podía comer en mi propia casa. Entonces me cogió por el hombro y me subió al cuarto de la ropería; allí esperé quince o veinte minutos. De repente entró Sor Lourdes con una bandeja con un pañito en la que llevaba una jarrita de café, otra de leche, un azucarero y ese día, tostadas con mantequilla y mermelada y los domingos y fiestas un huevo frito y algún choricito… O sea que del desayuno de monaguillo me pasaron a servir el desayuno que servían a la comunidad, tomándolo en la ropería. Como para desayunar hay que esperar alrededor de media hora me dedicaba a ver el gran huerto que tenían las monjas. Había higueras, naranjos y muchos granados aparte de gran variedad de hortalizas. Una de las higueras era enorme y daba unos frutos que no he llegado a ver más en mi vida: me subía en ella y tomaba todos los que me apetecían. Antes de terminar mi etapa de monaguillo deseo contar algo que me hacía realmente disfrutar.