«MEMORIAS DE UN DESCONOCIDO» PRIMERA ENTREGA DEL CAPÍTULO 10

CAMBIO DE ACTIVIDAD

Una vez que hice la mili, como ya ha quedado expuesto, decidí aprender un nuevo oficio distinto a la hostelería y éste fue el de representante. Empecé a hacer mis primeros pinitos con un tal Sr. Fernández, que era mi sastre, el que me había hecho la ropa en los cinco últimos años, entre ellos el famoso smoking del cual ya hemos hablado en capítulos anteriores. La verdad es que tenía muy buenas manos, pues todo me quedaba impecable. Éste se puso un taller de confección de prendas de ante y cuero, que vendía a otras tiendas y en esa actividad fue donde entré yo para ayudarlo.

¿En qué consistía mi ayuda? Básicamente en transportar las dos pesadas maletas que eran las que portaban los muestrarios. Las maletas eran bastante grandes para que cupiesen todos los modelos que componía dicho muestrario. Como sabrán la piel es muy pesada, por lo tanto calculen lo que pesaba cada una de las maletas.

Mi primera prueba de fuego fue un viaje en tren, primero a León y después a Oviedo. A León llegamos de mañana, pues habíamos salido de Atocha de madrugada, con lo cual nos dio tiempo a visitar a varios posibles clientes. Todo ello con las pesadas maletas a cuestas, allí estuvimos hasta primera hora de la tarde, que era cuando salía otro tren, éste para Oviedo, que era digamos la plaza fuerte del viaje en sí. Llegamos ya de noche a la fuerte plaza de Oviedo, -en términos comerciales-. Nos esperaban en la estación un matrimonio, amigos del Sr. Fernández, tengo que decir que el tal Fernández era nativo del propio Oviedo. Él, su amigo, era también sastre de profesión. Afortunadamente para mí tenían coche, con lo cual no tuve que cargar las mil veces repetidas pesadas maletas. Aquello fue una gozada y así llegamos a su casa, dónde también teñían la sastrería en los mismos bajos de la misma.

Después de descansar un poco, nos invitaron a cenar y nos llevaron en coche, por supuesto, a un lugar maravilloso que estaba a pocos kilómetros del propio Oviedo. El lugar se ubicaba en una curva que la bordeaba el río Nalón. Lo maravilloso era el local en sí, pues parecía una cabaña “cueva”. Una vez ya sentados los cuatro en aquel tranquilizante hogar, nos vino el matrimonio dueño del mismo y nos recomendó la cena, que consistió en principio, en una fuente de picadillo de matanza y después unas gruesas rodajas de lomo de cerdo en aceite de oliva, acompañado de patatas fritas. Dichas patatas las había sacado la señora de un gran arcón y estaban negros por fuera, pero por dentro eran mantequilla pura, todo bien regado con un tinto de la zona. Quedamos para el día siguiente a medio día en volver, que nos harían una típica fabada que a continuación explicaré en que consistió aquel almuerzo.

Lo peor fue la noche que pasamos sin poder digerir ni el picadillo ni el lomo, y la noche la pasamos alrededor de la Catedral para que todo el alimento fuera a sus debidos lugares.

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