Mi madre.
Adela, mi mare, que aunque era la mayor la he dejado a propósito para el final pues tengo que escribir mucho bueno sobre ella.
La verdad es que no sé cómo empezar. Lo primero de todo agradecerle el que hoy, cuando escribo, todos los hermanos -y somos diez- estemos vivos -claro que con achaques-, ya que tenemos más de cincuenta años la menor de los diez.
Este milagro se lo debemos a ella, a mi queridísima madre que estará viendo a Dios. ¿Por qué digo esto? Porque mi hermana Carmela la mayor nació en el y yo, que soy el sexto, en 1942 o sea que nos cogió la guerra y toda la posguerra. Pero ella era una mujer excepcional, pues supo sacarnos a todos adelante, con cierta “ayuda” de su marido, mi padre (hablaré de él más adelante). Sólo decir que también luchó por él y por su amor.
Mi madre hizo de todo en su vida, salvo nada que pudiera ser deshonesto. Si tuviera que enumerar todas las cosas este escrito sería “interminable”- pero claro, voy a contar algunas. La primera es que tenía tanta dignidad y orgullo pero respetaba a sus semejantes y siempre defendió a los suyos con auténtica pasión. Si no que se lo pregunten a mi hermano Eduardo que es el que me antecede y al que los demás niños le pegaban.
Voy a referir una anécdota que le retrataba. Cuando los domingos o fiestas mayores nos sacaba de paseo a toda la recua de hijos pequeños, las vecinas y conocidas le decían al vernos tan arregladitos: “Adela ¿cómo te las compones?”. Y ella les contestaba: “La noche no tiene tabiques”. ¡Qué manos tenía! En aquellos tiempos “gloriosos”.