Se dedicaba a representaciones y también ejercía de agente de seguros a través de una sucursal que la agencia tenía en Sevilla. También en esta misma ciudad representaba a una tienda-almacén dedicada fundamentalmente a maquinaria para hostelería y coloniales. Esta empresa era de origen vasco y sus dueños eran dos hermanos que se llamaban Martín Morillo.
Antes de estas actividades liberales trabajó como representante de unos almacenes coloniales al por mayor, su dueño se llamaba Antonio de la Fuente. Durante ese tiempo trabajó en exclusiva en esa empresa con un sueldo mensual más las correspondientes comisiones. Pero aquello terminó, sin saber siquiera mi madre los motivos de la ruptura. Lo que sí puedo afirmar es que mi padre y Antonio de la Fuente continuaron siendo amigos íntimos. Podría citar algunos detalles que corroboran lo que digo, pero prefiero obviarlos.
En consecuencia tomó el camino de convertirse en -como se dice ahora- bróker o corredor.
Quiero comentar algunas vivencias de esos tiempos. A mi padre le apodaron “El Volao” -dicho en andaluz-. ¿Porqué? Porque estaba siempre en todos los sitios, sobre todo en los bares pues no en vano vendía maquinaria para los mismos. Había uno en particular que se llamaba “El piojo verde” y éste era el último que recorría. Su dueño era íntimo amigo suyo junto a D. Servando, maestro de escuela.
Los tres digamos que hacían un trío de “borrachera” muy aceptable. A veces se les unían otros pero éstos no eran fijos y además no alternaban en la barra sino que lo hacían en la propia cocina.
De D. Servando comentaré algo cuando escriba mi etapa de colegial. Sólo decir que, cuando mi padre hacía negocios venían los Martín Morillo con las máquinas que él había vendido y las dejaban bien instaladas en las tiendas o en los bares -que era la mayoría de las veces-. No quiero decir lo que aquello representaba tanto para mi padre como para ellos y en consecuencia la melopea estaba asegurada.
En estos momentos, con la gracia natural de mi padre y el dinerito conseguido, no existían penas a su alrededor. Salvo para mi madre que, como se suele decir, cogía cada cabreo que “temblaba el misterio”.