«MEMORIAS DE UN DESCONOCIDO» DECIMOCTAVA ENTREGA DEL CAPITULO 1

         Cuando llegaban las Navidades con sus Reyes Magos, les hacía a mis hermanas, con aquellas peponas de cartón, unos vestiditos que elaboraba con sus propias manos y a los niños que éramos sólo dos nos hacía unos canastitos llenos de peladillas. También mi tío Rafael, que era muy mañoso, hacía un camioncito de madera que arrastrábamos con una cuerda.

         Así fueron pasando los años. Era muy devota de San Nicolás e iba a la Iglesia de la Victoria, donde tenían una imagen de Santo y rezaba todos los lunes para que protegiera a todos los suyos. Voy a seguir escribiendo sobre mi madre hasta que me vine a Madrid, lo que quiere decir que son recuerdos desde mi “nacimiento” hasta los quince años cumplidos, que fue cuando hice ese mi primer viaje importante -de esto también hablaré en su momento-.

         Mi madre precisamente ese mismo año en que yo nací se quedó ciega de su ojo izquierdo. Hago esta triste observación porque esta dificultad no le impidió incluso convertirse en una autentica artista en el campo de la moda femenina. Sigo en la ciudad ducal; eran tantas las tribulaciones que tenía que resolver cada día y que gracias a Dios y a San Nicolás Salía a flote.

         Tenía unas dotes y unas manos maravillosas y empezó cuando ya éramos mayorcitos a coser para los demás, pues para sus hijas e hijos lo hizo desde que nació su primogénita, mi hermana Carmela.

         Empezó yendo a casas particulares de gente acomodadas y se fue corriendo la voz de que Adela Molina “hija de Algo” tenía además cualidades para la costura de mujer, o sea que se la rifaban. De esta época tengo un recuerdo que me parte el alma y es que cuando venía por las tardes a casa después de una prolongada jornada de trabajo, traía en su bolso parte de la comida que le habían servido, alguna de las doncellas -pues mi madre comía en el mismo cuarto de costura-.

         Lo que más me gustaba era cuando le ponían cocido ya que entonces me traía parte de lo que llamamos “pringá” y que era muy abundante. Ella me cuidaba especialmente porque era el más débil por entonces y en la medida que podía me sobrealimentaba. Otra cosa que la definía era su prudencia y su gran capacidad de renuncia para ella misma. Fue una noche poco antes de amanecer y en pleno verano, en tiempos de la panadería: ella estaba en el corredor delante de nuestras habitaciones meciendo  a mi hermana Pepa que tendría meses, pero era muy, muy llorona, eso sí, a su vez, preciosa, tan rubita, pues mientras mi madre intentaba dormir a mi hermanita, nosotros abajo y enfrente de ella nos estábamos comiendo unos molletes con abundante aceite de oliva, pues ya se había terminado la labor e inclusive se había cocido el pan. Nosotros estábamos ajenos a lo que mi madre deseaba en esos momentos. Fue al día siguiente cuando me dijo que cuando presenciaba aquella escena en la que nos comíamos los molletes calentitos bien empapados en aceite sintió envidia de nosotros. Cuando oía sus palabras se me partía el corazón.

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