Voy a despedir este capítulo describiendo como empezaba uno de los grandes días. A la una en punto estábamos todos comidos y vestidos, y los rangos preparados para lo que se iba a producir, alrededor de las dos empezaban a venir los clientes, el primero que los atendía era el Maitre, que les daba la mesa correspondiente y los sentaba.
A continuación el camarero de turno entregaba una carta a cada comensal y cuando los clientes estudiaban la carta para hacer su elección con el Maitre presente por si el comensal tenía alguna duda y él podía aclarárselo. Cuando todo estaba claro el Maitre tomaba la comanda con todo el pedido de las mesas, que podrían ser de un comensal hasta familias de veinte o más. La comanda se hacía por triplicado, una para la cocina, otra para facturación y la última para el jefe de rango, que era el que tenía que servir los platos correspondientes a cada uno.
La copia que iba a facturación como es lógico era la información que el contable necesitaba para hacer la factura final. Y la tercera copia era la que llegaba a mano del jefe de cocina. Este con ponderosa voz cantaba los platos que habían elegido los clientes en aquel caso. Empezaba la sinfonía en un tiempo de piano e iba incrementando en la medida que empezaban a entrar más comandas y la voz del chef iba creciendo en intensidad y velocidad. Los jefes de partidas con sus respectivos ayudantes se movían a un ritmo endiablado y el jefe del cuarto frío suministraba las materias primas para que pudieran cocinar todo lo que había cantado el chef.
Esta imagen sólo la puedo comparar con alguna sinfonía de Wagner y Mahler, sólo difieren que en el concierto los músicos están sentados sólo con su instrumento y pendientes de la batuta del director.
Todo esto me imagino que la nueva cocina no entendería, son “partituras” para el recuerdo.