«MEMORIAS DE UN DESCONOCIDO» DECIMONOVENA ENTREGA DEL CAPITULO 1

         Su prudencia, su orgullo y su espíritu de sacrificio le mantenía hasta límites incalculables, ella era así y no la cambió nadie en toda su vida. Seguiré hablando de mi madre, de cuando vivíamos todos en Madrid.

         Sólo quiero resaltar unas vivencias de aquel verano con la rubita llorona y deliciosa, Pepa. Resultaba que una de las habitaciones daba a la calle desde un hermoso balcón y mi madre la tendía en una manta delante del mismo para que durmiera con el frescor de la noche, sería en julio y ya las cosechas estaban en los graneros.

         Los “señoritos” o terratenientes se reunían en peñas privadas, las llamaban de los “40”. Allí montaban casi todas las noches grandes fiestas -digo generalmente- porque actuaban las más famosas figuras del cante flamenco de aquella época, como Pepe Marchena y otros de igual categoría. Mientras, yo contemplaba a mi hermanita y en el silencio de la noche oía a los cantaores. Sobre todo el rasgar de la guitarra era impresionante. Tengo que aclarar que la distancia que había entre la famosa peña y mi balcón no era más de cien metros e insisto, en el silencio de la noche, era un auténtico deleite para mis oídos.

         Antes de entrar a relatar mi vida escolar quiero decir algo más sobre mi padre, siempre antes de llegar a Madrid.

         Mi padre como he comentado anteriormente, pasó lo suyo. Cuando terminó su calvario y la guerra, le hicieron subir a un estrado en plena plaza principal y allí le obligaron a beber un vaso de aceite de ricino y algo más, pero no quiero expresarlo. Como es comprensible esto hubiera traumatizado a cualquier persona durante toda su vida, pero afortunadamente a mi padre no. Bueno, con ciertas reservas.

         Era un hombre muy peculiar, pero sobre todo andaluz y simpático “a jarta” y gracias a ello, pudo tener una vida “feliz”, aunque la procesión iría por dentro.

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