D. Carlos era, como he dicho, un hombre bonachón, pero salvo la excepción de la lectura de oro, no aprendí nada con él que puede destacar. Como todos los que estábamos en los últimos pupitres, me pasaba la mayor parte del tiempo de clase jugando a los boliches con los compañeros de atrás, o sea que perdí un tiempo precioso. Eso cuando iba, ya que muchos días hacía “pellas” o, en primavera, me iba a buscar nidos al campo o en fiestas me “enrolaba” de recadero a los operarios montadores del Gran Circo Americano y así conseguía entradas gratis para ver la función. Otras veces, en invierno, me iba con los aceituneros y les ayudaba a recoger aceitunas, esto último sin enterarse mi familia, porque era una tarea muy dura coger aceitunas como se hacía entonces.
Se vareaba el olivo y caían al suelo y aunque se ponía una lona debajo del árbol, una vez en ella había que cogerlas de una en una e ir echándolas en unos cestos hechos para estas labores. Así desde que amanecía hasta que caía la noche, bueno, un poco antes, pues había que recoger los útiles con la luz del día y en invierno los días son muy cortos.
Lo mejor de todo era cuando se paraba para almorzar y se comían las viandas que llevábamos: morcilla, chorizo y no mucho más, eso sí, las famosas hogazas de pan, con las que nos sabía todo a gloria bendita. Debo decir que mi familia nunca fue a coger aceitunas, debido a que nuestro origen no nos lo permitía por el trasnochado “hijo de algo”. ¿Qué pasaba? Pues que mientras duraba la recogida que venía a ser de un mes a cuarenta días -los aceituneros comían, pero nosotros lo hacíamos gracias a los milagros de mi madre y las buenas rachas de mi padre.